En una esquina del parque
donde rotunda la noche
se cuela por los costados,
hombres ayunos de sueño,
con ponchos y con botellas,
reciben con un cambiado
un viento bravo y de casta.
El Mono Anampa despierta
mil sueños con su charango.
Cilindros de querosene,
con un mechero encendido,
buscan, por eso no encuentran,
la luna herida y el canto.
La noche mide sus pasos
con un rosario de plata.
En un rincón de la iglesia
se juntan todos los santos
y una campana compone
cantos de nubes con pena.
Ya está la noche dormida
con sus estrellas guardadas.
Gritos de marca paloma
se cierran con un candado
y una luna busca a tientas
un portón con dos aldabas.
Pero, ¿quién solo en la noche
va juntando campanillas,
perdices y nubes blancas?
¿Quién frente a mí se detiene
con flores de Jericó
y uvas de pascua florida?
Cuando al fin lo reconozco,
la noche gime destellos
de charcos entumecidos.
Ay Andrés, Andrés Ibarra,
¿cuál es la nube celeste
que los ciegos reconocen
y los cántaros reclaman?
Entonces le oigo decirme:
Tú que vagabas descalzo
entre rumas de chamizo,
¿aun levantas campanas
junto a torres distraídas?
Dime, ¿qué zapato acoge
mis recuerdos de ceniza
dejados en el camino
de los trotes apagados?
Yo sabía que los sueños
refundaban las mañanas
y sabía que los sauces
escribían por las noches
letanías en el cielo,
pero olvidé que hay senderos
de carbones encendidos
que reclaman pus y sangre
arrancando costras frescas.
Por las calles estampadas
con piedras y espuela rota
la noche se fue dejando
nostalgias de serenata
y sueños de madrugada.
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